El día no comenzó muy bien, madrugando una hora antes de lo normal para coger el bus. Sin embargo, los ánimos estaban altos, muchas ganas de ver la preciosa ciudad de San Sebastián y de aprender mucho de ciencia.
Llegamos los primeros, prácticamente abrían el museo para nosotros, y el cielo se veía tal y como manda el clima del Atlántico, húmedo, un chirimiri que no molesta pero que riega el verde del paisaje. Ya en el bus los bachilleratos (todos primeros, los segundos solo tienen la vista, la mente y el tiempo para la EBAU, y cuatro alegres de FP, no hay que olvidarlos) se separaron en dos grupos, con sus amistades más estrechas, cada uno haría un taller y luego el otro.
Unos empezaron fuertecito, con Plastination: cuerpos donados para la ciencia, diseccionados y expuestos, educativos a la vez que bellos (la belleza es relativa, pero los estudiantes de biología saben apreciarla en el cuerpo, por dentro y por fuera). También había algún animal para comparar su anatomía con la nuestra (la cara del perro sobraba, me dijo una alumna). Hasta se fueron de ahí con la experiencia de tocar un cerebro humano, aunque estaba tan “plastinado” que era más goma que chicha.
Otros experimentaron la mecánica clásica en el taller de física del movimiento. Allí, varias alumnas y alumnos valientes salieron a escena para experimentar la magia de Newton. Unas bolas en dos raíles, uno con cuestas y otro más corto recto, a ver cual llegaba adelante. La conservación del momento angular permite a un alumno dar vueltas en una silla al portar una rueda que gira (es como estar dentro de un giroscopio). Una esfera que se estira y encoge, variando con ello su velocidad de giro. Uno bolo que nunca llega a golpearte, afortunadamente. Y por supuesto, lo más chulo, la máquina de vapor, no la de Watt sino la más sorprendente por antigua eolípila de Herón.
Después de las actividades, pudieron probar los materiales del museo. Había pruebas de fuerza física en las cuales hasta te calculaban el índice de masa corporal, imanes que hacían que un líquido ferroso pareciera un ser extraterrestre amorfo, una máquina que hacía pasar la corriente por tu mano (no apto para cobardes) y peceras con ajolotes, peces pulmonados y demás, y terrarios con reptiles e insectos. Nada fácil encontrar los bichos hoja en el rosal.
A continuación visitamos el acuario, otra vez repartidos en dos grupos, cada uno con su joven guía. Allí nos maravilló el esqueleto de ballena y la historia de como llegó allí, a través de la disputa entre dos pueblos por aprovechar económicamente las materias primas de su cuerpo. También observamos las maravillas de la romántica pero extremadamente dura vida de los pescadores, a través de objetos de hace más de un siglo. Había también animales en formol y sus esqueletos y conchas, pero la estrella no podían ser otra que los animales vivos: medusas que solo podían flotar y otras que ni eso (medusas que viven sobre el suelo), caballitos muy machos y muy embarazados, simpáticas anguilas jardineras, otra vez ajolotes, un exigente pulpo que casi nunca sale pero que para nosotros estaba muy activo, multitud de peces, corales, anémonas, crustáceos y moluscos, y la tiburona Conchita (como la célebre playa de la ciudad).
Después, un rato de esparcimiento, a comer el bocadillo hecho con amor de casa, o en su defecto, el kebab, y a disfrutar de la hermosa ciudad de Donosti hasta la vuelta a casa.